De niña vestías con zapatos soñadores, ilusiones de cuello
alto y propósitos sin mangas. Aún te sigue gustando entrechocar los tacones de
tus chapines encarnados y tu primer amor siempre será el espantapájaros pero
hoy, mientras viajas en tu arco iris de ida y vuelta, oyes el tic tac de la
lluvia marcar las horas.
Leer es un vicio solitario que se puede compartir.
Tengo otros pero suenan menos adecuados.
Vuelta al año en 52 (o más) cuentos: Elizabeth Bowen, Elizabeth Taylor, Doris Lessing, Alice Munro.
Hablar de amor y de
pérdida suena a romántico y a trágico (dos temas muy relacionados, dejando
aparte lo esdrújulo), pero no tiene por qué ser siempre así o, al menos, no
debería. Dejar el sentimentalismo a un lado y operar con limpieza es siempre la
mejor opción para resaltar el valor de lo tratado.
El amor y la pérdida
son elementos de la vida cotidiana con los que convivimos tan estrechamente
que, a veces, ni siquiera los apreciamos en su conjunto. Amar es algo que
hacemos (casi) sin pensar, es esa bisagra en la que basculan dos o más
personas, que los une y los separa. Es el sentimiento que comparten padres e
hijos, hermanos, amigos, amantes o efímeros compañeros de cierta clase de
comprensión. Es un estado, si no básico, al menos habitual y recurrente.
La pérdida a veces
se nos escapa entre los resquicios del pensamiento, quizá porque no queremos
enfrentarnos a ello o quizá, simplemente, porque su cotidianeidad no resalta
tanto. Y es que hay pérdidas pequeñas, inapreciables casi, como los segundos
que pasan, y solo cuando se han convertido en el largo recorrido de un mes o un
año nos volvemos conscientes de esa pérdida del tiempo, de ese pasado que no se
puede recuperar. Hay pérdidas dolorosas, como la de la confianza, y pérdidas
traumáticas, como las de los seres queridos. Pérdidas sin importancia, como la
de un mechero (salvo que tenga una carga emocional o las ganas de fumar sean
desesperadas). Pérdidas que son vacíos, como la del sueño (el plural sería
también válido). Pérdidas geográficas, quizá más filosóficas de lo que a
primera vista parece. A veces se diría que la vida es una suma de
pérdidas.
Perder es crecer, es
pasar, es avanzar lentamente hacia la pérdida más grande, la de nosotros
mismos. Mientras tanto, amamos y odiamos, perdemos y recobramos, aprendemos y
olvidamos. Porque si no lo hacemos, nada valdría la pena.
Esta ha sido la ruta de las cuatro últimas jornadas: un recorrido por el
«Libro del amor y de la pérdida
(Historias del corazón)», que a pesar de su subtítulo no trata sobre
cardiopatías ni adolece de un sentimentalismo gazmoño. La antología recoge veinte
cuentos de otras tantas escritoras, entre las que se cuentan Edith Wharton,
George Egerton, Katherine Mansfield, Virginia Woolf, Dorothy Parker y Grace
Paley. Y las autoras de los relatos siguientes:
Que otros se rasguen las vestiduras.
Que otros se rasguen las vestiduras, que yo no lo haré.
Cuando fuimos al zoo, sabíamos que los animales estaban en jaulas. Llámalo
morbo o curiosidad malsana, esa insistencia a recrearte en lo que te
escandaliza; dime que solo ibas por los niños, para ilustrar su inocencia y su
ignorancia; dame cualquier pretexto, total, no importa.
No hay mejor desprecio que no hacer aprecio, decían las
abuelas con toda la razón, pero nos empeñamos en olvidarlo. Los egos necesitan
atención y que se hable de ellos aunque sea mal, como decía Wilde, y las
empresas buscan publicidad que propicie ventas por cualquier medio, aunque se
cubran con el manto de la cultura.
Año tras año, todo el mundo espera el momento del circo
mediático del premio más sustancioso (no lo olvidemos, sustancioso no es sinónimo
de prestigioso, en todo caso de famoso) para aplaudir o abuchear desde la grada
o saltar a la pista y tener sus cinco minutos de gloria ante el inevitable
espectáculo del cual, a la postre, todos participamos, siguiendo las reglas del
protocolo establecido dentro del estatus de cada cual.
Si eres (o crees ser) un intelectual que solo disfruta de la
alta literatura, es de buen tono criticarlo llevándote las manos a la cabeza
con grandes aspavientos, o al pecho en un alarde de histrionismo extremo (tu
pobre corazón sensible se siente terriblemente afectado ante las ofensas a tu
inteligencia), y quizá bramar con voz estentórea contra los desmanes e infamias
cometidas, o proferir grititos de damisela que suelta su taza de té ante un
vahído. Esto último no es del todo imprescindible, pero termina de definir tu
posicionamiento alejado de esa plebe sin criterio.
Si eres abanderado del best-seller,
debes sacar a relucir tu álbum de recortes de grandes éxitos para recordar a
esa secta de puristas estirados qué es lo que realmente vende y se lee (ejem),
argumentando tu diatriba con una buena dosis de realidad de la calle, cifras,
estadísticas y esa afirmación lapidaria que, después del clásico «si lo sigue la mayoría
por algo será»,
siempre sirve como colofón: «es
cuestión de gustos»,
y con ella se explica todo. Además, puedes elevar también la voz para que se te
oiga tanto o más que a tu adversario, no vaya a ser que una educada discreción
os haga pasar desapercibidos a uno de los dos o a ambos.
Si vas por el camino del medio… no, imposible, ese camino no
existe, olvídalo. Tienes que mojarte y ajustarte la etiqueta de forma bien
visible. Con anticipación, incluso, no vaya tu despiste a crear dudas sobre tu
postura ante todas las posibilidades tan bien expuestas y envueltas de vivos
colores para atraer tu atención. Así, cuando a la mañana siguiente los medios
bullan, rebullan y exploten, podrás reafirmarte en ella y reiterarte en
lamentos (por el desprecio ante la verdadera calidad) y exabruptos (ante el más
despreciable mercantilismo) o regodearte en el éxito fácil (todo es perecedero,
después de todo). Y tras la nueva sesión de entusiastas intercambios verbales,
pasar en unos días al olvido.
Ilustración de Alireza Darvish.
Notas de cata: Carlo M. Cipolla, Mary Ann Clark Bremer, Maria Edgeworth, O. Henry, Joseph Roth, Kressman Taylor, Connie Willis.
Septiembre ha sido un mes marcado por la brevedad, sobre
todo en lo relacionado con las lecturas. Aquejada en parte, todavía, por una
especie de virus de concentración errática, he saltado de relato en relato,
entre cuentos, nouvelles y algunos breves ensayos. Nada grave, menos aún
teniendo en cuenta lo que disfruto con las piezas cortas. Y todas ellas, tres
relecturas incluidas, eran perfectas para disfrutar.
ALLEGRO MA NON TROPPO. Carlo M. Cipolla
Este librito de poco más de cien páginas contiene dos
ensayos y una reflexión sobre el sentido del humor que nunca me cansaré de
recomendar (ni de volver a leer). La reflexión es, en realidad, el prólogo: una
introducción explicativa al contenido en la que expresa su visión sobre la
ironía y el humorismo con una concisión esclarecedora.
En El papel de las
especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad
Media, une su bagaje como historiador económico a su capacidad para la
ironía para mostrarnos una versión del Medievo tan documentada como original y,
a veces, cómica. Los argumentos que explican la importancia de la pimienta en
acontecimientos como, por ejemplo, las Cruzadas no solo parecen lógicos sino
que, además, despiertan la sonrisa. Aquí la historia medieval no tiene tintes
románticos, si se convierte en árida: resulta de lo más divertida.
Las leyes fundamentales
de la estupidez humana va un paso más allá. El propio Cipolla se refiere a
ella como «una aguda
invención» pero esto
la deja al nivel de una simple boutade,
cosa que no es en realidad. En cuanto a invención, puede ser ingeniosa, cínica
e hilarante, pero esa agudeza es la expresión de un pensamiento inteligente que
pone palabras a una realidad insoslayable: la dañina existencia de los
estúpidos. Es una de esas lecturas que conviene repetir de tanto en tanto, en
parte para entender cómo se ha llegado a algunas cotas, también para tomárselo
con un cierto sentido del humor que nos ayude a superarlo. Pero, cuidado,
lector: bien pudiera ser que, al leerlo, te encuentres reflejado y te
sorprendas.
Para maridar con:
mentes abiertas, curiosas, indagadoras y, sobre todo, capaces de reírse de uno
mismo.
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