Todos tenemos alguna
faceta acumuladora, perdón, coleccionista que nos impulsa a recopilar objetos
que nos gustan de forma especial, que evocan alguna sensación o, simplemente,
que aparecen por alguna magia caprichosa ajena a nuestra voluntad y tienden a
multiplicarse, a veces se diría que por partenogénesis.
En mi caso, además de los sempiternos
libros, son los puntos de lectura.
La colección empezó un poco a lo tonto, la verdad, y de modo casi involuntario, como suele suceder con más frecuencia de la que desearíamos. Tuvieron mucho que ver su pequeño tamaño, lo asequible de su precio y, desde luego, su obvia utilidad para la práctica de mi obsesión favorita. Al principio no eran más que un complemento necesario en mis múltiples lecturas y me limitaba a acopiar los marcapáginas promocionales que te daban en las librerías al comprar o repartían a discreción en las ferias de libros anuales. En una palabra: desechables. Más tarde, comencé a fijarme en los que vendían en los mostradores de esas mismas librerías, atractivos y perdurables, y uno de los dependientes que me conocía ya por ser asidua cliente tuvo, un día, la generosidad de regalarme junto a mi compra un bonito marcapáginas con mi inicial: ese fue el primer paso de un delirante recorrido por el amplio mundo de los puntos de lectura. Ferias de artesanía, museos y bibliotecas, escapadas viajeras… Los veía por todas partes y, acto seguido, algunos acababan en mi bolso (previo pago del ejemplar, por supuesto). Como recuerdo son manejables y baratos; una vez en casa no ocupan mucho espacio y, también, son una espléndida opción si quieres tener un detalle que no suponga un compromiso.
La gente de mi entorno
recogió rápidamente la idea y, al poco, comenzaron esos pequeños obsequios
hechos como de casualidad (“si no es un regalo, mujer, es sólo una bobada”),
que además se iban sumando a mis propias adquisiciones, y lo que había sido un
montoncito dócil como un rebaño se convirtió en una jauría fuera de control.
Confesaré, no sin una pizca de bochorno, que la primera medida que tomé para
dominarlos fue una tanto tajante: el expurgo. Me porté como un inquisidor
implacable a la hora de separar de la manada a los más débiles, esas endebles
cartulinas con las que las editoriales anuncian las últimas publicaciones que
pretenden endosar a cualquier precio; tras un juicio rápido, la sentencia
promulgaba un único uso y su posterior ejecución en el contenedor de residuos
de papel. Pese al discriminado exterminio, los marcapáginas continuaban
creciendo y, obligada a ponerles algún límite, decidí confinarlos en una caja
decorativa adquirida expresamente para ellos.
Pero el uso de los puntos
de lectura es marcar las páginas de los libros, por lo general cuando se están
leyendo, aunque muchas veces se quedan ahí después, ¿y qué mejor lugar? Su
hogar está entre las páginas, marcando un punto de la lectura que nos interesa.
Así que decidí devolverles la identidad y mantener su relación más que
simbiótica con los libros, en lugar de languidecer encerrados. Y ahora están
buscando huecos entre todas esas hojas que canturrean seductoramente desde las
estanterías, se buscan los unos a los otros, intentando entablar conversaciones
coquetas o, quién sabe, quizá una convivencia permanente o un amor definitivo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarYo también colecciono puntos de lectura (y me encanta!)
ResponderEliminarMe ha gustado lo que has dicho de que su lugar está entre las páginas.¡Cuánta razón! ;)
Por cierto, soy Giada del foro Abretelibro :)