Supongo que la primera historia
de infancia que me quedó grabada fue ‘El mago de Oz’, aunque realmente no se
trabata del libro sino de la película. Ni siquiera me acuerdo bien porque, al
parecer, sólo tenía tres años y quizá no es la memoria lo que juguetea dentro
de mi cabeza sino las muchas ocasiones en que me lo han contado. Por lo visto,
canturreaba las canciones y recordaba cada escena en que las había oído.
Más tarde, cuando ya supe leer,
recorrí las páginas del libro con la misma fruición con que había visto la
película. Lo hice más de una vez, de hecho. Cada vez que lo abría, caía dentro
de él con la misma fuerza que la casa de Dorothy en Oz y creo que el
Espantapájaros fue mi primer amor, o algo muy parecido.
Las aventuras se sucedían con
agilidad, recorridas por una sutil corriente de humor, dándonos a conocer toda
una pléyade de seres maravillosos hasta alcanzar la conclusión, al final del
camino de baldosas amarillas, del gran fraude de Oz.
Ya en aquel momento pensé, al llegar al final, lo fácilmente que nos decepcionan los mayores y cómo nos engaña la vida. A pesar del final feliz, la historia no esconde los defectos y vilezas a que se enfrenta un niño cuando sale al mundo: fuera de casa la vida se hace extraña y hay que buscar la mejor manera de enfrentarla; hay que reunir cerebro, valor, corazón y paciencia, o acaso tesón, para desenvolverse ante las vicisitudes que nos encontraremos inevitablemente.
Mucha filosofía, quizá, para un relato de magia y aventuras que, después de todo, ha servido para entretener a varias generaciones. Cuando se sigue leyendo, versionando o recreando, por algo será.
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